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La comprensión y los tiempos. Chile tras el 4 de septiembre
El gobierno y el Congreso Nacional deben revitalizar en el discurso público y en la vida diaria la importancia del crecimiento económico. Además deben asumir con decisión y urgencia la necesidad de un gran Pacto Cívico Social, que ponga en el corazón de la política nacional aquellos problemas que afectan a tantos compatriotas, que hoy parecen olvidados o postergados con tanta torpeza como indolencia.
Lunes 26 de septiembre de 2022
El 4 de septiembre Chile vivió uno de los días más importantes de su historia contemporánea, con la realización del plebiscito que definía la aprobación de una nueva Constitución para el país. Adicionalmente, en la ocasión la población juzgaba el trabajo de la Convención y realizaba una primera evaluación del gobierno del presidente Gabriel Boric, a solo seis meses de su llegada a La Moneda.
Los resultados no solo fueron claros, sino también lapidarios. Si el triunfo del Rechazo era previsible, en buena medida porque así lo mostraban numerosas encuestas, que desde abril anunciaban una clara tendencia en la opinión pública, no ocurre lo mismo con la enorme distancia entre el Apruebo y el Rechazo, que llegó a casi 25 puntos.
Para determinar el camino a seguir después del 4 de septiembre –en lo que se advierte precipitación, voluntarismo y falta de reflexión– conviene realizar un buen análisis de la época que ha vivido Chile en los últimos años, de la revolución de octubre y del proceso constituyente. También es necesario comprender que dentro de este camino han existido cambios en diferentes direcciones, que exigen dejar de lado cualquier análisis simplista y, por ende, que puedan llevar a soluciones inconducentes.
A modo de ejemplo podemos analizar algunas variaciones y contradicciones en el camino. El 18 de octubre fue una reacción violenta, pero también masiva, contra la clase política, los 30 años y luego la Constitución vigente. El Presidente de la República y el Congreso Nacional prácticamente quedaron anulados o dejaron de ejercer muchas de sus facultades, en medio de un desprestigio pocas veces visto. Rápidamente la revolución devino en constituyente, como una especie de promesa de un futuro mejor que, en buena medida, fue aceptada de esa manera por la ciudadanía.
Así se explica no solo el apoyo inmenso que tuvo la opción de cambiar la carta fundamental en el plebiscito de entrada, sino también la conformación del órgano inédito llamado Convención constituyente, elegido por el pueblo, paritario y que integraba a los pueblos originarios, como enfatizaban sus partidarios para relevar su valor. Esta instancia se comprendió a sí misma no simplemente como la redactora de una nueva carta, sino como un poder constituyente originario, una Convención encargada de refundar Chile, de dar inicio a una nueva etapa histórica y de marcar un quiebre decisivo respecto del pasado próximo y remoto, con un sello mesiánico indudable.
¿Qué ocurrió con el paso del tiempo? La marea fue cambiando, también el ánimo de la opinión pública, mientras el trabajo de la Convención se podía evaluar no por lo que tenía de promesa, sino por la realidad, siempre más áspera, difícil y contradictoria que la utopía.
El resultado, a solo unos meses o años, es claro: el plebiscito de salida rechazó ampliamente la propuesta de constitución de la Convención, esta instancia perdió prestigio en la ciudadanía y la generación popular, paritaria y originaria del órgano no fue suficiente para interpretar lo que efectivamente quería el pueblo chileno, que rechazó con la mayor votación de la historia la propuesta constitucional.
A esto se suman dos aspectos fundamentales, relacionados con el gobierno de Gabriel Boric y la situación económica y social de Chile en la actualidad. En buena medida, el líder de la izquierda chilena fue el hombre adecuado para el momento revolucionario: joven, irreverente, sin un curriculum “ensuciado” por la Concertación o los gobiernos de centroderecha, representante de los movimientos sociales y promotor de las transformaciones estructurales que requería el país, “cuna del neoliberalismo”, que sería también su tumba, según las desafiantes palabras del joven e invencible candidato. Su triunfo en diciembre de 2021 fue histórico y épico, como lo fue su llegada a La Moneda en marzo de 2022. Hasta ahí todo bien.
El problema se produjo a las pocas semanas de estar en “la casa donde tanto se sufre”, cuando debió enfrentar el fracaso de su diseño ministerial, una sostenida baja en las encuestas y los variados problemas propios del ejercicio del poder, que no era tan simple como se predecía y gritaba desde la oposición y la calle. La coronación de esta decadencia se produjo con la derrota del 4 de septiembre.
Por último, la situación económica y social de Chile adquiere una relevancia central. “No son 30 pesos, son 30 años”, fue un eslogan que se instaló en los efervescentes días de la revolución de octubre. Adicionalmente, representan una máxima que –prescindiendo de intereses electorales o políticos que a veces la ocultan– forma parte de la comprensión histórica del Frente Amplio y el Partido Comunista, de muchos ministros y funcionarios de gobierno, como aparece en numerosos textos, discursos, salidas de libreto o análisis de ocasión.
Esta tesis sostiene, en breve síntesis, que hubo 30 años de “democracia” en los cuales, por lo general, la Concertación y la clase política chilena siguieron en lo esencial el modelo económico de Pinochet, profundizaron las desigualdades y los problemas sociales. En el orden institucional, siguió rigiendo una constitución ilegítima, nacida en dictadura. Por lo tanto, el país requería y demandaba un cambio real, como había quedado claro tras el 18 de octubre.
Sin duda, es una interpretación posible –muy discutible, por cierto– pero que se ha asentado en un sector relevante de los sectores dirigentes, incluso del sector autoflagelante de la ex Concertación, y también en los votantes de izquierda y algunos grupos sociales.
Sin embargo, tras medio año de gobierno del Frente Amplio y el Partido Comunista –más la coalición del socialismo democrático–, es posible comenzar a evaluar las cosas con mayor serenidad y perspectiva. Ya no solo es posible analizar las administraciones de Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, Ricardo Lagos, Michille Bachelet (I y II) y Sebastián Piñera (I y II), con sus logros y limitaciones.
También se puede hacer un análisis y tener un juicio, por cierto todavía breve e incompleto, sobre la izquierda gobernante y su capacidad efectiva (o falta de ella) para enfrentar las dificultades actuales del país, como son la delincuencia, la situación económica y los múltiples problemas sociales.
Lo mismo se puede decir sobre el impacto de la revolución de octubre y el proceso constituyente en la vida de los chilenos. Si bien no existe una relación de causalidad en cada caso –es preciso mirar también lo que significó la pandemia–, la verdad es que la situación económica y social de Chile hoy es peor que hace solo unos pocos años, el progreso se ve cada día más lento y el camino al desarrollo aparece estancado.
La pobreza y la miseria es peor que hace un lustro, y en Chile hay más familias viviendo en campamentos que para el Bicentenario. El crecimiento económico del período 1984-2008 (con algunas caídas) hoy lo vemos con una distancia que parece estar mirando hacia otro país, que disminuía la pobreza y ampliaba las oportunidades.
Comprender el tiempo histórico resulta fundamental, y se hace todavía más necesario tras el 4 de septiembre. No se trata de caer en un inmovilismo constitucional, por cuanto es necesario enfrentar esa discordia con inteligencia y la debida urgencia. Pero también es preciso afinar el diagnóstico, sincerar las posiciones y poner objetivos claros y medibles.
La discusión constituyente no puede ser una fórmula para posponer la resolución de los problemas sociales tan dolorosos como urgentes, en tanto es posible seguir avanzando en fórmulas que permitan resolver los problemas políticos, económicos y sociales de Chile.
Nada de eso se logra con discursos altisonantes, descalificación de los adversarios ni análisis frívolos de la realidad. Se requiere una comprensión más fina, que incorpore la variación de los resultados electorales (Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera-Boric), la descomposición de los respaldos políticos (lo han sufrido claramente los tres últimos gobernantes) y la certeza de que no hay sector que tenga, por sí mismo, un amplio respaldo ciudadano, como lo tuvo por ejemplo la execrada Concertación.
Por último, es necesario comprender que no se pueden procrastinar sistemáticamente los problemas sociales. El gobierno y el Congreso Nacional deben revitalizar en el discurso público y en la vida diaria la importancia del crecimiento económico. Además deben asumir con decisión y urgencia la necesidad de un gran Pacto Cívico Social, que ponga en el corazón de la política nacional aquellos problemas que afectan a tantos compatriotas, que hoy parecen olvidados o postergados con tanta torpeza como indolencia.
La política tiene sus tiempos, pero debe administrarlos adecuadamente. De lo contrario, es muy posible que los problemas persistan y los dolores se perpetúen, en lo que sería un nuevo fracaso de las instituciones.
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