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La década de 1960 y la “revolución”
La certeza del éxito definitivo de la revolución era casi religiosa, y sus líderes proclamaban sin ambigüedades, y con gran seguridad y convicción, que estaban en el lado correcto de la historia. Lo señaló Fidel Castro en su famoso discurso con ocasión de la Segunda Declaración de La Habana: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo”.
Lunes 16 de abril de 2018
Este 2018 se conmemoran los 50 años desde aquel mítico “Mayo francés” de barricadas y frases altisonantes, que por momentos pareció recrear la atmósfera de revolución en un país que conoce muy bien este concepto.
En realidad, la revolución pasó a ser una noción política fundamental en la década de 1960. Así ocurrió en Europa y en Estados Unidos, en una América Latina marcada por la Revolución Cubana, en un Asia que experimentaba en su seno el desarrollo de la guerra de Vietnam, y en África, que vivía su proceso de descolonización e independencia. En definitiva, era un ambiente que tenía una dimensión universal, y ciertamente Chile no estuvo ausente del espíritu de aquellos tiempos.
En 1967 hubo dos acontecimientos que ilustran muy bien la situación que se vivía en esos años, que parecía presagiar un futuro que dejaría atrás el capitalismo, sobre cuyas ruinas se levantarían las banderas rojas del comunismo. El primero de ellos fue la reunión de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), que se realizó en La Habana a fines de julio y comienzos de agosto de ese año, y que adoptó algunas definiciones fundamentales de orden teórico y llamado a la acción: “Que constituye un derecho y un deber de los pueblos de América Latina hacer la revolución…”; “Que la lucha revolucionaria armada constituye la línea fundamental de la Revolución en América Latina…”; “Que la Revolución Cubana como símbolo del triunfo del movimiento revolucionario armado y los países donde se llevan a cabo las acciones revolucionarias armadas, constituyen la vanguardia del movimiento antiimperialista latinoamericano”. Curiosamente, o casi como una contradicción del destino, pocos meses después fue muerto en Bolivia el Che Guevara, verdadero ícono del movimiento revolucionario en el continente.
En otro plano, ese mismo año se cumplieron los 50 años de la Revolución Bolchevique, una fecha digna de celebrarse para quienes decían conocer las leyes de interpretación de la historia y del futuro. El evento fue concurrido y felicitado desde distintas regiones del mundo, que no quisieron restarse a la conmemoración de la primera victoria de una revolución socialista en la historia de la Humanidad, que además tenía el mérito de anunciar los múltiples triunfos que se repetirían en el futuro.
La certeza del éxito definitivo de la revolución era casi religiosa, y sus líderes proclamaban sin ambigüedades, y con gran seguridad y convicción, que estaban en el lado correcto de la historia. Lo señaló Fidel Castro en su famoso discurso con ocasión de la Segunda Declaración de La Habana: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo”. Era 1962 y el mundo efectivamente parecía marchar en esa dirección, como reforzó el líder cubano en otras reflexiones: “En muchos países de América Latina la revolución es hoy inevitable”; o bien cuando se refirió a “la realidad objetiva e históricamente inexorable de la revolución latinoamericana”.
A esta dimensión específicamente política se sumaron otros aspectos “de época” que mostraban un ambiente de cambios y de rebelión generacional, histórica o nacional. Entre ellas se puede mencionar la lucha por los derechos civiles encabezada por Martin Luther King Jr. en Estados Unidos, o las protestas contra la guerra de Vietnam lideradas por estudiantes en ese mismo país. También se puede situar en este contexto el ambiente de cambios que vivió la Iglesia Católica a propósito del Concilio Vaticano II, que algunos interpretaron interesadamente como una apertura hacia el marxismo, tema en el cual la Iglesia habría pasado “del anatema al diálogo”, según una célebre expresión de la época. En otro plano, es interesante el ambiente contracultural liderado por los hippies o por algunos grupos musicales que rompían con los moldes establecidos y podían expresarse en eventos que hicieron historia, como el famoso encuentro de Woodstock.
En definitiva, por donde se mirara parecía que retornaba el fantasma de la revolución anunciado por Marx en 1848, o los nuevos fantasmas que aparecían sin aviso y que eran mirados con fervor o temor, según el lugar que cada uno ocupara en el espectro político de los distintos países. La llegada de “Mayo francés”, con sus jóvenes rebeldes y sus barricadas, cumplía con la misión de llevar al Primer Mundo los vientos de la historia y del cambio social, aunque su resultado —ocurriría lo mismo en diversos lugares— no sería como anticiparon o soñaron sus líderes.
Es necesario volver a la década de 1960 y al significado histórico de la revolución porque nos ayuda a comprender un momento excepcional del siglo XX, sobre todo por sus connotaciones culturales, más que por sus consecuencias prácticas. Una mirada internacional facilita dejar de lado las visiones demasiado autorreferentes, aunque cada sociedad tenga su propia historia que contar sobre aquellos años y sus propias circunstancias.
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