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Tiempo para leer
Nada reemplaza a la mejor razón de todas para leer: leo porque me gusta, me apasiona devorar una buena novela, un libro de historia, un ensayo inteligente.
Martes 18 de julio de 2017
Ya comenzadas las vacaciones en muchos colegios y universidades, un alto en el camino a mitad de año que nos puede venir muy bien para reponer fuerzas. Las vacaciones tienen muchas dimensiones positivas: son un excelente momento para estar más con la familia, volver a ver a algunos amigos, hacer deporte, ir al cine, tener conversaciones largas, o simplemente descansar. Sin embargo, estoy convencido de que también son una gran oportunidad para leer, precisamente porque tenemos más tiempo y porque leer es una actividad apasionante, que se puede disfrutar y compartir.
Hay muchas buenas razones para leer: por cultura general o formación personal, por estar al día en los muchos temas relevantes que hay en el mundo, porque han aparecido nuevas novelas o bien vale la pena volver a los clásicos de siempre. Sin embargo, nada reemplaza a la mejor razón de todas: leo porque me gusta, me apasiona devorar una buena novela, un libro de historia, un ensayo inteligente. En este último caso, me encanta leer a quienes piensan como yo, pero también a aquellos que ven las cosas de distinta manera: me obligan a pensar, a tratar de entender sus argumentos, a respetar su visión, a aprender.
En estas ocasiones conviene preguntarse qué leer, y la respuesta muchas veces resulta difícil o elusiva. ¿Volver a los autores o libros preferidos, o aproximarse a otros que desconocemos? ¿Leer historia y profundizar en los temas de la propia disciplina o ir hacia una novela que permita simplemente disfrutar? ¿Leer alguna recomendación -de un amigo, un librero, un comentario en la prensa-, o ir a la aventura, con el riesgo siempre presente de la decepción? Hace unos días solamente me escribió un amigo pidiendo algunas sugerencias para su hijo de 15 años, que se había aficionado a las historias noveladas; espero haber sido de utilidad frente a su consulta. En fin, no es fácil, cada alternativa tiene sus ventajas y sus limitaciones.
Recuerdo que hace muchos años un querido profesor de colegio, Luis Flores, me regaló La hora veinticinco, de Virgil Georghiou. La dedicatoria decía: “Espero que este libro te haga crecer como lo hizo conmigo”. Lo leí años después, y es un libro realmente extraordinario, una novela situada en torno a la Segunda Guerra Mundial, en la cual se aprecian las contradicciones y dramas asociados al nazismo, el problema de la libertad en tiempos críticos, la conservación del orden moral en medio del relativismo de las ideologías o simplemente de la miseria personal. No sé cuánto habrá crecido mi amigo con esa obra, no tuve tiempo de preguntarle por su muerte prematura, pero han pasado varias décadas y nunca he olvidado ese gesto generoso, no por haberme regalado el libro, sino por haber compartido su riqueza.
Como contrapartida, recuerdo que hace unos años le regalé Los miserables, de Víctor Hugo, a un ahijado. En la dedicatoria anoté: “Para que no llegues a cumplir los veinte años sin haber leído esta obra maravillosa”. Me contó tiempo después que lo leyó cuando quedaban pocas semanas para ese cumpleaños, en un principio quizá solo para cumplir con lo que yo le había señalado, pero a medida que avanzaban las páginas cambió la razón, y simplemente no podía detenerse en la historia de Jean Valjean, ex presidiario y converso, perseguido por el implacable Javert. Entremedio, historias de amor y de abandono, la avaricia insoportable de algunos, la redención de una madre que se había prostituido en los últimos días de su vida sufriente, la oportunidad de su hija Cosette para iniciar una nueva vida. Todo esto ambientado históricamente en Francia de la primera mitad del siglo XIX, época de giros y emociones registradas con maestría por el gran escritor francés.
En muchas ocasiones he conocido autores y obras gracias a un buen librero. En esto siempre ha sido un aporte el incombustible Luis Domínguez, en esa gran librería española que es Marcial Pons. Siempre manifiesta su entusiasmo para “convencerme” que debo leer una novela recién aparecida, una obra histórica que a su juicio vale la pena. Él me convenció de leer La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, con un comentario curioso: “Debe haber tenido una librería, o una muy buena biblioteca, porque se nota que conoce el rubro”. No lo entendía al principio, pensando que se trataba solamente de un escritor que -como es obvio- debía tener cantidades de libros y había leído mucho. Pero mi percepción comenzó a cambiar cuando apareció “el cementerio de los libros olvidados” y a partir de eso comenzaba una narración con tantos giros y posibilidades que a la vez me fascinó y agotó. Es un libro largo, que fue literalmente devorado en pocos días, en un esfuerzo que tuvo el premio mayor: unos momentos de conversación con Ruiz Zafón en la Biblioteca Nacional, en Madrid, donde dictó una hermosa charla sobre su obra.
Se podría seguir con otros libros y escritores, cada uno con su gracia, con sus enseñanzas y sus historias. Porque nos permiten vivir otras vidas a través de la literatura, crecer como personas o simplemente pasarlo bien. Es evidente que es difícil transmitir esto a quien mira los libros con desprecio, o quien no ha tenido la posibilidad de encantarse con el mundo que vive tras ellos. En esto siempre volveremos a la enseñanza formal, que muchas veces se transforma en un verdadero asesino de vocaciones literarias, que mata la pasión lectora justo cuando está naciendo. Es necesario hacer un nuevo esfuerzo, y en esto los profesores tienen mucho que decir y hacer.
En cualquier caso, como en otras cosas, lo más importante no está en las formalidades escolares o en los deberes que se cumplen rutinariamente. La verdadera vida literaria crece dentro de las personas, y por lo mismo se alimenta también personalmente. Al final del camino, mirar atrás nos mostrará que ha valido la pena genuinamente haber comenzado ese camino.