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Vigencia de las Humanidades
Probablemente la ausencia de humanistas tenga una explicación previa en la falta de maestros que contagien su amor a las letras, la vocación por el pensar profundo, la sabiduría de mirar a la historia para comprender el presente.
Martes 6 de junio de 2017
Cada cierto tiempo resurgen los debates en torno a la importancia de las Humanidades, su minusvaloración u olvido relativo, incluso lo que debería hacer el Estado para promover este tipo de estudios, a través de planes y programas de la enseñanza formal o de algún ministerio determinado. En Chile, en las últimas semanas, esta discusión se ha enmarcado incluso en su potencial inserción en un ministerio de Ciencia, entre otros temas.
Ciertamente es un asunto complejo y se pueden encontrar argumentos en distintas direcciones. Pero, a diferencia de otras disciplinas, en el caso de las Humanidades siempre es necesario volver al principio y tratar de evitar caer en discusiones burocráticas o materialistas. Después de todo, en el fondo existe una preocupación profundamente humana, y las áreas que hoy se vinculan al conocimiento humanista se caracterizan por su sentido de gratuidad y su falta de utilidad práctica. Por lo mismo, la historia, la filosofía y la literatura tienen una gran importancia formativa y un valor cultural inmenso, pero carecen de interés utilitario y son incapaces de garantizar una ganancia inmediata o una retribución especialmente generosa.
Quienes han decidido abrazar el cultivo de las Humanidades, si lo hacen con genuina vocación y pasión, con certeza recorren esos caminos por una cuestión muy profunda, imposible de rechazar, por el gusto y deseo de aprender, de conocer sobre la persona humana, de adentrarse en las profundidades de la cultura. Es la actitud de Sócrates, cuando pronto a ser condenado a muerte, declaró que seguiría “inculcando a los hombres la suprema importancia de la vida moral”. O de San Agustín, quien después de leer el Hortensio de Cicerón mudó sus afectos y deseó poseer la sabiduría total. Y lo mismo ha ocurrido con tantas personas que han contado en entrevistas o en sus memorias aquel momento decisivo de sus vidas cuando alguien fue capaz de abrirles nuevas perspectivas, permitiéndoles descubrir un mundo amplio y hermoso.
Recuerdo hace algunos años, cuando dirigía el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), en Santiago de Chile, cada semana se reunía un grupo de jóvenes a leer a Platón, en griego. Quien había organizado la actividad era Alfonso Gómez-Lobo, un sencillo y gran académico, que lo hacía por gusto y para que esos estudiantes recibieran una mejor formación intelectual. Era una reunión sin créditos, sin notas, sin exámenes. Era una conversación humanista que no necesitaba de burocracia ni autorizaciones, sino simplemente de personas convencidas de lo que hacían. Por eso cuando se cuestionan las Humanidades, en realidad hay una crítica mucho más de fondo a la educación y a los profesores.
Probablemente la ausencia de humanistas tenga una explicación previa en la falta de maestros que contagien su amor a las letras, la vocación por el pensar profundo, la fascinación por la buena literatura, la sabiduría de mirar a la historia para comprender el presente.
Por esto es muy probable que la mayoría de quienes hemos abrazado una carrera humanista, o una vida vinculada a las Humanidades, es porque previamente tuvimos un maestro -pueden ser nuestros padres, un profesor o un amigo- que nos motivó a leer y a aprender, que nos contagió con su pasión y nos transmitió la inmensa riqueza del saber humanístico. Y, de alguna manera, fue una nota de rebeldía frente al dominio casi inevitable de las cosas prácticas, de las funciones útiles y de los trabajos más lucrativos.
Lo interesante, es que mantener una postura auténticamente humanista no exige apartarse del mundo ni transformarse en un bicho raro, sino simplemente vivir dentro del mundo con una vocación distinta, con espíritu positivo y sentido de trascendencia. En otras palabras, se trata de contribuir dentro de las Humanidades -y precisamente por ello- a que nuestra sociedad sea más humana, y por lo mismo más libre y más justa.
Para vivir adecuadamente esta vocación, pienso que se pueden seguir al menos tres líneas de desarrollo personal y social. La primera se refiere a la convicción en la necesidad de una sólida formación intelectual, en los estudios formales y en las tareas profesionales. Esto significa estar al día en los temas centrales de la propia disciplina, pero también exige una apertura a buenas lecturas literarias, de revistas especializadas, de la prensa internacional. Ciertamente, también implica la posibilidad de participar en seminarios o asistir a charlas interesantes en diversos temas.
Un segundo aspecto es transmitir la cultura humanista a otras personas, sea a través de una formación más intensa -como la que mencionábamos más arriba- o a través de conversaciones y charlas para un amplio grupo de personas que manifiesta cotidianamente su interés por los temas históricos, filosóficos o literarios, entre otros. Una de las áreas que nunca debe dejarse completamente de lado es la enseñanza secundaria, considerando que muchas veces los planes de estudio y una inadecuada selección de lecturas suelen alejar a los jóvenes de un interés real por estas disciplinas.
Finalmente, se podría mencionar la necesidad de una permanente preocupación por los problemas sociales, la contribución a lograr una sociedad más justa y más humana. Las Humanidades no pueden quedarse en el aprecio a formas culturales superiores, con el abandono de las complejas realidades que enfrenta la sociedad contemporánea. Asuntos como la pobreza, la inmigración, una educación que dista mucho de tener la calidad adecuada, la ausencia de libertades fundamentales en diversos países, entre otros temas, no pueden quedar al margen del estudio y comprensión del presente que son parte de una verdadera cultura humanista.
Seguramente estos debates continuarán por un tiempo, para luego sumirse una vez más en el olvido. Lo fundamental es vivir la propia vocación por las Humanidades con auténtica pasión, y contagiarla a quienes se manifiesten interesadas en abrazar estas formas de conocimiento. Es de esperar que la sociedad, las políticas públicas o el ambiente faciliten el desarrollo de las Humanidades, en la certeza que su mayor prosperidad no está en las definiciones externas, sino en la vitalidad de su ejercicio por quienes tienen la alegría de vivir esa vocación.
Columna publicada en El Imparcial, de España.