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A vivir la historia
La historia es una disciplina fundamental, que no se caracteriza por mirar hacia atrás como quien observa reliquias, sino que representa el interés de quienes aman la vida, en el presente y en el pasado, y tienen un genuino compromiso con el futuro.
Domingo 16 de junio de 2019
El 6 de junio se celebraron 75 años del famoso Día D, el desembarco de Normandía que permitió la derrota de Hitler por parte de las potencias aliadas. En apenas un par de meses más –el 1 de septiembre– el mundo recordará los 80 años del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, que vio repetir la muerte y destrucción sobre el territorio europeo y luego sobre otros lugares del mundo.
En marzo pasado fue el Centenario de la III Internacional, la reunión de los comunistas que dos años antes habían conquistado el poder en Rusia. Este año, por otra parte, en diversos lugares se recordarán los treinta años del mayúsculo cambio que experimentó Europa con el fin de los regímenes comunistas, la caída del Muro de Berlín o procesos similares que vivieron otras naciones en ese año decisivo. Lo que vemos en el ámbito político ocurre cada año en la cultura y en la economía, en la educación y en la ciencia, en la literatura o las relaciones internacionales. Siempre hay mucho material para mirar hacia atrás y para intentar aproximarnos a la vida de hace algunos años, décadas o siglos.
Conocer y comprender el pasado humano no solo es un derecho fundamental de las actuales generaciones, sino que constituye un deber. Para ello, la historia es una disciplina fundamental, que no se caracteriza por mirar hacia atrás como quien observa reliquias, sino que representa el interés de quienes aman la vida, en el presente y en el pasado, y tienen un genuino compromiso con el futuro. La historia es profundamente humana, se interesa por la vida de los hombres y mujeres a través del tiempo, aprecia el desarrollo de las sociedades con sus carencias y progresos, intenta comprender las continuidades y los cambios, las ideas y las estructuras, el amor y la guerra.
En el comienzo de un valioso libro, el historiador francés Marc Bloch comenzaba con la interpelación de un hijo a su padre: “Papá, explícame para qué sirve la historia” (Apología para la historia o el oficio de historiador, (México, Fondo de Cultura Económica, 2015). La petición, formulada con candidez, quizá no estaba planteada en la forma más adecuada, pero representa un interés verdadero por saber la “utilidad” del conocimiento del pasado humano, que forma parte de la enseñanza tradicional en todos los países. ¿Por qué enseñar historia? ¿Por qué leer historia o verla en televisión o comentarla en la radio? Con los inmensos y multiformes problemas del presente, tal vez sería conveniente dejar de preocuparnos por los males del pasado y asegurarnos así una forma de vida más feliz. Por otro lado, la vida actual también ofrece enormes posibilidades, facilitadas por el desarrollo tecnológico, una mayor prosperidad y oportunidades crecientes. En parte, precisamente, por los logros históricos de las últimas décadas.
El problema de fondo, estrictamente hablando, es que a la historia no se la puede medir por su utilidad material inmediata, como si fuera una cosa tangible, fácilmente negociable en el mercado. La historia no se mide con las categorías modernas de las cosas útiles, como bien ha explicado Nuccio Ordine en su imprescindible La utilidad de lo inútil (Barcelona, Acantilado, 2013), que nos muestra cómo “es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte”. Lo mismo puede decirse acerca de la historia o la filosofía, que muchas veces podrían parecer menos justificadas en un curriculum escolar o en la formación general de un universitario, frente a las matemáticas y otros conocimientos que tienen una evidente mayor aceptación.
Cuando se discuten reformas curriculares en Chile, es necesario comprender el tema de fondo: en los colegios y universidades chilenas se necesita más y mejor historia, no solo en cantidad de horas de clases, sino sobre todo en lecturas, en libros, documentos y formas de hacer accesible el conocimiento. Por otra parte, qué decir de la preparación de los políticos o los empresarios, que habitualmente desechan la reflexión histórica y filosófica ante la primacía ostensible de las políticas públicas o la información económica, las cuestiones prácticas sobre aquellas meramente teóricas o prescindibles en el corto plazo.
Con gran pasión, Lucian Febvre pronunció una hermosa conferencia en 1941, que tituló con sencillez y sentido profundo “Vivir la historia”. En esa ocasión comenzó diciendo: “Me gusta la historia. No sería historiador si no me gustara. Cuando el oficio que se ha elegido es un oficio intelectivo resulta abominable dividir la vida en dos partes, una dedicada al oficio que se desempeña sin amor y la otra reservada a la satisfacción de necesidades profundas. Me gusta la historia y por eso estoy contento al hablaros hoy de lo que me gusta”. La referencia es hermosa y verdadera, muchos lo hemos experimentado en nuestra vocación y lo hemos vivido en nuestro trabajo profesional.
Sin embargo, es necesario ampliar la preocupación y la enseñanza de la historia a un arco social mucho más amplio, partiendo desde luego por los estudiantes. Para ellos, muchas veces, la historia solo es una materia más que deben “pasar”, conocer por obligación, aprendiendo fechas inútiles y de memoria, con profesores que no siempre tienen la alegría de enseñar. Los libros y las evaluaciones no siempre reflejan lo que es la historia, muchas veces la elección de alternativas o de un verdadero y falso reemplazan la reflexión más crítica, profunda y propiamente histórica. Por lo mismo, es necesario que la enseñanza de la historia, en especial -aunque no únicamente- a nivel escolar, vaya acompañada de una genuina reflexión, con trabajo de documentos, con discusión de posturas y posibilidad de escribir historia, para irse enamorando de esta forma de conocimiento.
Por otra parte, es imprescindible entender que, a pesar de sus limitaciones, la historia es efectivamente “maestra de la vida”, como afirmaba Cicerón. Esto no significa que su conocimiento impida repetir errores. Sin ir más lejos, el gran escritor británico J. R. R. Tolkien gustaba contar que se había alistado con sus amigos en la Primera Guerra Mundial porque les dijeron que ella permitiría que nunca más hubiera guerras: en menos de un cuarto de siglo su propio hijo partía a la Segunda Guerra Mundial. Conocer la historia no hace desaparecer la libertad humana ni la capacidad de cometer errores, pero sí nos obliga a pensar, a conocer qué y cómo ocurrió, a intentar explicarlo, a escudriñar las ideas de un momento determinado, los grandes personajes y “la mano pequeña que mueve al mundo”, como decía el propio autor de El Señor de los Anillos.
Pasarán los años y crecerán nuevos mundos, desaparecerán imperios y caerán gobiernos, surgirán nuevas tecnologías y numerosos artefactos se irán al baúl de los recuerdos, nacerán y morirán las gentes en los distintos lugares del mundo, triunfaremos y seremos derrotados. Pasarán muchas cosas, habrá cambios y veremos escenarios irreconocibles. Todo eso pasará, pero tenemos la certeza que la historia y las historias seguirán su curso: vale la pena vivir la historia con intensidad, de forma plenamente humana, con pasión.
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