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La reelección en América Latina
La regla de oro es privilegiar las instituciones sobre los personalismos, combatir con la solidez del régimen democrático y el Estado de Derecho a “la insaciable avidez por la reelección”, como la ha denominado recientemente Carlos Malamud. En la práctica, lo que sirve al dictador de turno, al ambicioso de circunstancia, termina perjudicando al país.
Lunes 11 de diciembre de 2017
En los últimos días, América Latina ha vuelto a caer en uno de sus males atávicos, que altera la normalidad institucional de los países y resucita el caudillismo que fue tan habitual durante el siglo XIX. Esta enfermedad son las reelecciones presidenciales, presentadas de forma anómala, como una manera que tienen algunos gobernantes para perpetuarse en el poder y alterar las normas democráticas que rigen en sus respectivos países. La situación que vive Honduras y los anuncios hechos en Bolivia muestran la pervivencia de gobiernos que luchan por perpetuarse, aunque en el camino se violen principios democráticos y normas propias del Estado de Derecho.
En el caso de Honduras, el Presidente Juan Orlando Hernández se presentó a la reelección, tras su mandato de 2014 a 2018. La Constitución, en la interpretación más aceptada, prohíbe la reelección, pese a lo cual un fallo judicial permitió que se pudiera reelegir, contra la historia del propio país. Hace unos años, el Presidente Manuel Zelaya fue destituido tras querer reelegirse, cuando la Carta Fundamental establecía que la calidad de ciudadano hondureño se pierde ”Por incitar, promover o apoyar el continuismo o la reelección del Presidente de la República”. Con ello se vulnera, adicionalmente, el principio de separación de poderes, cuando otro órgano del Estado sirve más a los intereses del gobierno de turno que a la continuidad del régimen constitucional del país.
Para mayor problema, al enfrentarse al opositor Salvador Nasrralla, presentador de televisión, se dio una elección particularmente estrecha y con denuncias de fraude, en parte motivadas por la “caída” del sistema computacional el día de la elección, así como por la demora en la entrega de los resultados que, en la información que ha llegado esta semana, favorecerían precisamente a Hernández: ante esto Nasralla ha denunciado que le quieren robar la elección y que no confía en las instituciones electorales que han guiado el proceso hondureño, lo que continúa agravando la crisis.
El caso de Bolivia es parecido, especialmente en el tema de la reelección. El 21 de febrero de 2016 hubo un referéndum en el cual la ciudadanía se pronunció sobre una consulta fundamental: si se debía permitir la elección del Presidente Evo Morales por un cuarto período. En la ocasión venció la opción NO, en una consulta vinculante, de vigencia obligatoria e inmediata. Sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar a finales de noviembre de este año, cuando el Tribunal Constitucional de Bolivia autorizó una nueva reelección de Evo Morales, bajo el curioso argumento de que impedirlo sería contrariar los derechos humanos.
El primer gobierno de Evo comenzó en 2006, y como suele ocurrir en algunos regímenes del socialismo del siglo XXI, rápidamente mostró interés por permanecer en el poder. Sin embargo, el referéndum podría haber sido suficiente para revertir su interés y dar paso a la alternancia en el poder que es tan propia de las democracias occidentales. En la práctica, lo que ocurre con la nueva situación y la eventual reelección es el regreso al personalismo y la superación de las instituciones. Si bien el tema está abierto, es muy probable que la discusión sobre la constitucionalidad de la elección y sus aristas de ilegalidad sigan asociadas al proceso político, en desmedro del país altiplánico.
Sin embargo, sería un error analizar los detalles sin entrar al tema de fondo: la erosión de la institucionalidad de los países que optan por fórmulas caudillistas en desmedro de las vías institucionales. En esto, como en otros temas, el populismo no tiene domicilio político ni en la izquierda ni en la derecha, como se probó a fines del siglo XX cuando Alberto Fujimori encabezó el golpe de Estado y la reinterpretación de la Constitución peruana. Rápidamente cerró la asamblea legislativa y convocó a nuevas elecciones, posteriormente se presentó a la reelección, mostrando en las diversas ocasiones un gran respaldo popular. Sin embargo, como suele ocurrir en estos asuntos, a la larga Perú resultó dañado y el régimen terminó asociado con otro de los males que afectan a este tipo de aventuras: la corrupción. El chavismo, a comienzos de este siglo, ha sido un excelente ejemplo de perpetuación en el poder, reformas constitucionales a la medida y una capacidad permanente para reinterpretar las normas, siempre que permitan al gobierno -de Hugo Chávez en su momento, y de Nicolás Maduro en la actualidad- perpetuarse en el poder.
El tema de fondo es muy delicado y debe enfrentarse con decisión. La regla de oro es privilegiar las instituciones sobre los personalismos, combatir con la solidez del régimen democrático y el Estado de Derecho a “la insaciable avidez por la reelección”, como la ha denominado recientemente Carlos Malamud. En la práctica, lo que sirve al dictador de turno, al ambicioso de circunstancia, termina perjudicando al país. Por otra parte, los poderes institucionales -Judicial, Contralor, Constitucional- que deciden apoyar servilmente a un gobernante determinado, no sólo desdicen del cargo que ocupan, sino que también optan por una prebenda presente a riesgo de hipotecar el futuro.
En América Latina, uno de los desafíos más importantes es que la enfermedad de las reelecciones dé paso a la solidez de las instituciones.