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Europa, las cenizas y la fe
El gran desafío para los próximos años es levantar sobre las cenizas de Notre Dame una casa de oración y no simplemente un lugar turístico ni mucho menos una mala adaptación alejada del sentido original de la obra que se edificó hace siglos a la luz de la fe católica.
Sábado 20 de abril de 2019
Las imágenes de la catedral de Notre Dame ardiendo recorrieron rápidamente el mundo. Impotencia, emoción, dolor y tristeza son algunos de los sentimientos que emergieron tan rápido como el fuego, afectando a creyentes y no creyentes que veían derrumbarse parcialmente una de las joyas religiosas y arquitectónicas de la cultura occidental.
Para Francia y la inmensa mayoría de los franceses el dolor fue más íntimo, porque se trataba del país que había sufrido la pérdida. París y Notre Dame están unidos históricamente por vínculos muy profundos, que en ocasiones marcharon al ritmo de la fe católica que era también la fe de Francia, mientras otras veces era parte de las múltiples expresiones grandiosas que ofrece al turismo una de las principales capitales del mundo. Lo expresó con sencillez, claridad y muy sentidamente el Presidente Emmanuel Macron en su mensaje “para todos los católicos y para todos los franceses”: “Como todos nuestros compatriotas, estoy triste esta noche por ver que esta parte de nosotros arde”.
Las reacciones han sido múltiples y diversas, e incluso no han faltado quienes han manifestado cierto desprecio hacia el catolicismo o han tenido poca empatía por los sentimientos de quienes lamentan el suceso. Sin embargo, en general, ha primado el espíritu de reconstrucción: es necesario levantar rápidamente la Catedral sobre sus cenizas; algunos millonarios han ofrecido generosas contribuciones al efecto y el gobierno francés ha señalado un plazo de cinco años para realizar las obras. Miles de personas han manifestado su voluntad de colaborar de distintas formas.
Con menos publicidad, y quizá también de manera menos comprensible para los tiempos actuales, un grupo de católicos se reunió a rezar en las calles frente a Notre Dame, convencidos de que es necesario hacerlo en estas circunstancias o, simplemente, por la convicción de que la Catedral es, antes que todo, un monumento al servicio de la fe y no simplemente un edificio en el catálogo turístico de París. Después de todo, su construcción y su historia son parte de esa fe que fue también parte de la historia de Europa y que, por distintas razones, pasó por etapas de crisis, decadencia, falta de práctica e incluso persecuciones.
Algunos han recordado en estos días que durante la Revolución Francesa, en medio de un marcado anti catolicismo, Notre Dame pasó a ser un lugar para el culto de la Razón, una de las formas de culto sustituto que nacieron en medio de las persecuciones, como explica Jean de Viguerie en su valioso libro Cristianismo y Revolución (Madrid, Rialp, 1991). Eran horas difíciles, de odios y abandonos, pero que pasaron como tantas cosas en la vida, dejando marcas dolorosas, aunque sin capacidad de acabar con aquello que todavía estaba vivo a pesar de las dificultades.
Por lo mismo, quizá esa deba ser la reflexión de fondo que nace del incendio y las cenizas de Notre Dame: ¿Qué es lo vivo de la fe y qué es simplemente cáscara? ¿Cuándo el templo deja de ser un lugar para encontrar a Dios y pasa a ser simplemente un lugar para fotografiarse, hacer un buen paseo, para agregar en la lista de visitas de viaje? En otras palabras, ¿qué es Notre Dame y qué se levantará sobre sus cenizas en los próximos cinco años? La discusión que ha comenzado a emerger en estos días sobre las posibilidades arquitectónicas parece mostrar visiones distintas, incluso contrapuestas, sobre el sentido que debe tener el templo, sus formas y símbolos.
El incendio de Notre Dame ha llenado los noticieros y ha causado interés universal. Sin embargo, su significado más profundo ha comenzado a emerger al golpeteo de oraciones que recuperan poco a poco lo que no ha destruido el fuego, sino el hielo y la tibieza de los propios católicos. La historia enseña que no es lo mismo buscar a Cristo que cualquier sustituto en forma de dinero o poder; que no es aceptable servirse de la religión para intereses propios y mucho menos para abusos deshonestos. Sabemos que es muy antigua la enseñanza bíblica, que dice que no es aceptable convertir el templo, llamado a ser “casa de oración”, en una “cueva de ladrones”. Ese es el gran desafío para los próximos años: levantar sobre las cenizas de Notre Dame, una casa de oración, y no simplemente un lugar turístico ni mucho menos una mala adaptación alejada del sentido original de la obra que se edificó hace siglos a la luz de la fe católica.
Quizá este golpe al patrimonio cultural y religioso de Occidente sea una buena ocasión para reencontrar a Europa con la fe que en algún momento de su historia vio crecer las catedrales en las ciudades y a Cristo en el corazón de tantas personas. Después de todo, un incendio puede transformar a un templo en cenizas, pero un corazón encendido puede hacer que esas cenizas florezcan y animen la fe sencilla de aquellos que esperan vivir más cerca de Dios.
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