- Usted está en:
- Portada / Columnas de Opinión / Carlos Williamson Benaprés
Calidad universitaria
Para calificar el desempeño de una universidad, lo que interesa es la calidad del profesional que egresa, es decir, tomar el pulso de cuán veraz es la promesa académica hecha por la institución de formar profesionales que sean buenos ciudadanos y competentes en su disciplina.
Viernes 1 de marzo de 2019
Si una universidad puede concebirse como un espacio intelectual donde se piensa la sociedad en la que se vive y se educa la inteligencia de los futuros profesionales y líderes del país, no es trivial el tema de la calidad. Si por calidad se entiende el logro de dichas metas a un nivel de excelencia, es decir, el cultivo de nuevo conocimiento que aporta al progreso material y espiritual de una comunidad y se forma a personas de cualquier condición económica, con valores socialmente positivos y capaces de abordar y resolver problemas complejos, ¿cómo distinguir la calidad de los proyectos universitarios?
Desde luego, el imperativo de comprender que una universidad que aspira a la excelencia se compromete con la libertad académica de pensamiento, promueve la unidad de la investigación y la enseñanza para iluminar y compartir la búsqueda de la verdad, integra disciplinas porque el fenómeno humano exige una mirada amplia y comprehensiva de la realidad, el anhelo de conocer se aborda de un modo sustentable y ético, y cuenta con un gobierno autónomo frente a poderes e intereses externos.
Si por calidad se entiende el logro de dichas metas a un nivel de excelencia, es decir, el cultivo de nuevo conocimiento que aporta al progreso material y espiritual de una comunidad y se forma a personas de cualquier condición económica, con valores socialmente positivos y capaces de abordar y resolver problemas complejos, ¿cómo distinguir la calidad de los proyectos universitarios?
En la práctica, hay dos perspectivas para ver el concepto de calidad. Por un lado, los rankings , que toman una fotografía del “nivel” de calidad de un conjunto de indicadores. Y, por el otro, la acreditación, con una visión prospectiva que pretende certificar si la universidad “cumple” con los propósitos declarados en su misión y satisface ciertos criterios y estándares de calidad que aseguran un progresivo desarrollo. En Chile existen ambas y hay que reconocer que, con todos sus defectos, han hecho un aporte relevante en materia de información pública.
En el caso de los rankings que miden la calidad en la formación de profesionales, habitualmente se utiliza como criterio la calidad de los insumos o de los medios: calidad de los estudiantes, de los académicos, de los procesos formativos y de la gestión institucional. Es una vía indirecta, que tiene la virtud de presentar datos confiables y objetivos, pero presenta una importante y grave limitación. Para calificar el desempeño de una universidad, lo que interesa es la calidad del profesional que egresa, es decir, tomar el pulso de cuán veraz es la promesa académica hecha por la institución de formar profesionales que sean buenos ciudadanos y competentes en su disciplina.
Esto es especialmente crítico en un sistema masivo, con enormes diferencias socioeconómicas que se expresan en amplias brechas de puntaje PSU, no asociadas tanto a habilidades cognitivas o aptitudes, sino a la condición de origen. Así, una universidad que recibe un estudiante socialmente vulnerable que, con esfuerzo, obtuvo 550 puntos, en un ranking de calidad basado solo en “insumos” es “castigada” respecto de otra que admitió a un estudiante de alto nivel de ingreso con 700 puntos. Y el valor agregado del proceso de enseñanza-aprendizaje se puede medir y está disponible; basta observar datos de empleabilidad y remuneraciones después de la titulación, porque es allí donde se juega el partido para cerrar las brechas de inequidad social.
Otra alternativa que se utiliza para medir calidad de los egresados son encuestas a empleadores, lo que tiene el problema de la subjetividad de la respuesta y puede existir un sesgo en contra de universidades nuevas y más desconocidas.
El valor agregado del proceso de enseñanza-aprendizaje se puede medir y está disponible; basta observar datos de empleabilidad y remuneraciones después de la titulación, porque es allí donde se juega el partido para cerrar las brechas de inequidad social.
Respecto de la acreditación, esta también debe focalizar su esfuerzo en la rendición de cuentas que garanticen que las promesas académicas tienen su correlato en resultados, respetando la diversidad como un valor a cuidar, tanto respecto de la misión como de los distintos grados de madurez de los proyectos universitarios. En Chile, la nueva ley obliga a todas las universidades a someterse a la acreditación institucional, se integra a ella la acreditación de carreras y aumentan las dimensiones a evaluar. Es evidente que se amplía el marco de la regulación, y aunque es prematuro pronunciarse sobre los efectos en materia de calidad, hay razonables aprensiones sobre los riesgos de que estemos avanzando a una sobrerregulación, con excesivo énfasis en los procesos y que puede burocratizar internamente a las universidades.
La calidad es un aspecto clave de la política pública universitaria y hay que persistir en los esfuerzos para mejorar los índices de medición. Su objetivo es que la mayor cobertura en el acceso corra paralela al resguardo de la fe pública para un acceso informado de los estudiantes. Pero no solo eso, también para que el Estado supere la disparidad de criterios y no discrimine en el financiamiento institucional de universidades que han alcanzado un merecido prestigio, ubicadas en los puestos superiores en los rankings y bien calificadas en los procesos de acreditación.