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En nombre de la libertad
La libertad se instala como regla absoluta y fin último, ignorándose que su práctica debe estar anclada sobre valores para orientar nuestras acciones hacia el bien.
Martes 8 de enero de 2019
Dos hechos recientes dan la oportunidad de reflexionar sobre cómo el concepto de libertad está siendo utilizado en el debate público. El Tribunal Constitucional rechazó la exigencia del arrepentimiento como condición para obtener la libertad condicional de condenados por violaciones a los derechos humanos. El argumento para demandar la inconstitucionalidad de dicha norma fue que en un país libre el arrepentimiento es privativo de cada persona; está en el santuario de la conciencia individual el arrepentirse por algo y no hay ley positiva que deba forzar a hacerlo públicamente.
Sin embargo, la presentación del recurso tuvo un error conceptual al asimilar este episodio a la objeción de conciencia en el caso del aborto. Es muy evidente que se trata de casos diametralmente distintos. En una sociedad abierta y libre no corresponde obligar a alguien a actuar de un modo que su conciencia califica como malo, practicar el aborto, pero sí resulta legítimo como orientación hacia el bien común que el culpable de un crimen confiese estar arrepentido si pretende gozar de una libertad que la sociedad le concede por gracia.
El otro debate se ha dado sobre el “negacionismo”, es decir, si corresponde o no sancionar a quienes niegan la existencia de hechos del pasado cuya veracidad ha sido comprobada con sólida evidencia histórica. Desde luego, es paradójico que la iniciativa negacionista surja de una diputada comunista, en circunstancias que el comunismo criollo se ha negado a condenar públicamente el genocidio estaliniano en la antigua Unión Soviética. Castigar la mera negativa a reconocer un hecho histórico por repudiable que haya sido vulnera la libertad de expresión; quien lo niega comete un error moral de lo cual su conciencia debe dar cuenta, pero no lo convierte en sujeto de sanción en un país plural que defiende el derecho a discrepar.
Con todo, es curiosa esta preocupación de sectores progresistas de izquierda por castigar a quienes sostienen visiones discrepantes sobre nuestro pasado, en un país como el nuestro, donde la atmósfera discursiva presente suele estar bastante teñida de odio y los llamados violentistas ocurren a diario con la complicidad de muchos sin que pase nada. Hay manifestaciones públicas que dañan la honra de las personas y su dignidad que sí debieran tener un control jurídico adecuado, pero en la práctica no son motivo de condena, por la aceptación tácita de que las personas son libres de decir lo que les plazca.
Una suerte de libertarismo recorre la vida privada y pública en Chile. La libertad se instala como regla absoluta y fin último, ignorándose que su práctica debe estar anclada sobre valores para orientar nuestras acciones hacia el bien. No se repara que la libertad, una cualidad propia de los seres humanos, es incapaz por sí misma de resolver todos los dilemas morales.