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Gratuidad universitaria: una resbalosa pendiente
El sentido de realidad debiera instarnos a buscar mejores instrumentos para financiar a las universidades y a los estudiantes, sin perder de vista que calidad y equidad deben seguir yendo de la mano.
Martes 3 de septiembre de 2019
Se ha dicho que “Utopía”, el célebre texto de Tomás Moro, es no solo una ensoñación imaginaria del autor sobre una isla que no existía, sino también una visión profética, un llamado de conciencia para develar las injustas y equivocadas prácticas en la Inglaterra de principios del XVI.
El debate sobre la gratuidad confrontó dos miradas y es innegable no hallar en ella aromas utópicos. Por un lado, el reconocimiento de que el país pasó desde una educación superior para la élite, a comienzos de los setenta, con no más de 80 mil jóvenes de sectores acomodados que estudiaban gratis, a los 1,2 millones en 2015, con un gran salto en la cobertura hacia grupos vulnerables. Financiamiento compartido público y privado: ayudas del Estado en becas y crédito y, en paralelo, copago de las familias.
¿Para qué reemplazar dicho modelo por gratuidad? Para muchos, fue la ilusa creencia de que los US$ 1.700 millones que hoy cuesta la gratuidad caerían como maná del cielo sin consecuencias. La otra vereda, por su parte, reclamaba que el sistema tenía dos debilidades: un copago oneroso que dejaba fuera del acceso a muchas familias, y, al mismo tiempo, un sustrato ideológico con caldo utópico: la educación es un derecho social y nadie debe pagar por educarse.
Respecto de lo primero, había un fondo de verdad. El crédito fiscal no siempre cubre el arancel efectivo y deja un copago que, en algunos casos, puede ser insalvable y cerrar el acceso. Sobre lo segundo, un error conceptual frecuente. Un bien social puede ser un derecho, sin duda, pero dicha condición no obliga al Estado, en todas circunstancias, a financiarlo; por ejemplo, si quien goza de ese derecho, una familia pudiente, puede pagarlo. No solo por el paradigma de la retribución individual como criterio, sino porque por un principio de justicia no deben pagar los pobres cuando el beneficio recae en los ricos. Por eso, la gratuidad universal, como quedó en la ley, es un despropósito.
El tono de la discusión sobre la gratuidad universitaria se ha mantenido girando sobre lo mismo: un juicio crítico sobre su existencia y mal diseño, sin poner de relieve otros temas pendientes.
El principal, sin duda, el Crédito con Aval del Estado (CAE), oxígeno financiero para unos 500 mil jóvenes sin gratuidad, que urge modificar. La morosidad es alta; entre los egresados alcanza a un 30%, y entre los desertores, a un 70%. Deben corregirse los mecanismos de recuperación con descuento por planilla y cobro de tesorería, y condonación del saldo de deuda luego de un período prudente de pago. Sacar a la banca de su financiamiento y cobranza. También hacer algo con el copago. Los jóvenes de familias de bajos recursos que no acceden a la gratuidad se endeudan y pagan a futuro; sin embargo, sus familias deben hacerse cargo hoy del copago. Nada sencillo.
Para muchas, el cobro mensual supera el 20% de su ingreso familiar por persona. La propuesta del Ejecutivo de que, en lugar del copago, los estudiantes suscriban una deuda con las universidades tiene la virtud de que aplana la cancha entre familias de estudiantes con y sin gratuidad, pues ninguna pagaría en el presente; pero solo es viable a condición de que se otorguen más recursos de crédito a las universidades, a fin de evitar una anemia financiera.
Otro aspecto son los fondos concursables para financiar bienes públicos en ciencia, tecnología e innovación y también proyectos en las áreas de humanidades y creación artística. El congelamiento de los recursos para Ciencia y Tecnología posgratuidad ha sido una pésima noticia. Es cierto que hubo dos compensaciones. La ley de fortalecimiento de la educación superior estatal que otorga anualmente del orden de los US$ 400 millones fue una valiosa instancia para estimular el desarrollo de universidades regionales. Asimismo, los aportes presupuestarios a universidades privadas del G9 ha alivianado, en parte, la caída de recursos por la eliminación del Aporte Fiscal Indirecto y las brechas de la gratuidad. Pero hay una asimetría que no pasa desapercibida. El resto de universidades privadas prácticamente no acceden a fondos institucionales concursables y deben financiar dichas actividades con aranceles de matrículas, lo que distorsiona el real costo de la docencia y es fuente de inequidad entre sus estudiantes.
En suma, la gratuidad ha terminado siendo lo que “Utopía”, de Tomás Moro, al final es: algo bueno que, por desgracia, no existe. El sentido de realidad debiera instarnos a buscar mejores instrumentos para financiar a las universidades y a los estudiantes, sin perder de vista que calidad y equidad deben seguir yendo de la mano. Y es posible, solo falta voluntad política.